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Ser paloma

Desde la planta de arriba del autobús observo a una paloma en el tejado de la parada. Ella mira a los pasajeros que se van subiendo y yo la miro a ella. Me pregunto qué opina.

Quizá vuelva a casa y le cuente a su familia lo mal que está el tráfico y la suerte de tener alas.

Igual observa a las personas distraída, como yo observo a las palomas. Sin pensar mucho en nosotros, excepto si somos muchos o hay alguien especialmente destartalado. 

Si nos ve muy feuchos a lo mejor le da por alimentarnos. Y trae a sus hijos a donde hay aglomeraciones de personas, como en la parada del autobús, para echarnos comida desde el tejado de la parada y ver cómo nos peleamos por ella.

“¡Mira cómo agitan sus teléfonos mamá! Están contentos”, dice la más pequeña. Todavía no ha estudiado la fauna local y no sabe que no a todos nos crece un dispositivo al final del brazo.

Las autoridades locales, al cuidado de la fauna humana, pone carteles en idioma palomil diciendo que no nos den lo que comen ellas. Explican que con las semillas ecológicas nos baja demasiado el colesterol y arruinamos a las farmacéuticas, necesarias para nuestro ecosistema social.

Pero a las palomas les divierte alimentarnos y pasan un kilo. Es lo que tiene tener alas.