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No me digas que no se puede

Hasta los 22 años fui todos los años a Suecia a visitar a mis abuelos. Viajábamos en avión, pero como si lo hubiéramos hecho en cohete. Porque en algunos aspectos era un viaje intergaláctico a un universo paralelo. A veces aterrizábamos en Gotemburgo. Y lo primero que hacíamos al salir del aeropuerto era comprobar que todas las matrículas de los coches del aparcamiento eran suecas. Para mí, corroborar las matrículas era estar oficialmente en el país.

En España, muchos niños no nos creían. Nos decían que Suecia no existía, porque lo confundían con Suiza. Cuando contestábamos que no, que era Suecia, añadían que no era posible, que Suecia no existía. Pero yo sabía que los que estaban equivocados eran ellos. Suecia no sólo existía, sino que además estaba llena de suecos que hacían las cosas de otra manera. Entre ellos, la mitad de mi familia. Aprendí que se puede estar rodeada de gente que vehementemente afirma que algo es imposible. Y que pueden estar todos equivocados.

Fue una lección muy importante para mí. No sólo en la vida, también en el arte. La realización de lo imposible es precisamente el motor de toda evolución. Nada es posible hasta que lo es. Einstein decía que para demostrar algo nuevo, primero había que ser capaz de imaginar que era posible. Y que para visualizar como posible algo que no estaba demostrado había que ser capaz de suspender la incredulidad. Lo mismo pasa con el arte. Crear es imaginar algo que no existe, y hacer que exista.

Todos los descubrimientos y las creaciones artísticas son imposibles de entender por los contemporáneos antes de que se descubran y se creen. Alguien los imagina y sabe que pueden existir.

Si no entendemos que el no haber experimentado algo no significa que no sea posible, nunca podremos cambiar nada. Por eso, cuando me llaman soñadora por querer hacer ciertas cosas de forma diferente, sé que los equivocados son ellos. Y no me dejo desilusionar. Porque Suecia existe.


Illustración: «Alter ego» de la serie Percebes Feministas.

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