Cuando yo era socorrista no le decía a nadie cómo tenía que nadar. Observaba. Si veía que, por ejemplo, un señor se metía un poco demasiado mar adentro, donde yo sabía que no hacía pie y se lo podía llevar una ola, me preparaba mentalmente por si tenía que intervenir. Por suerte nunca tuve que hacerlo.
Cuando voy al baño nadie me dice cuándo tengo que empujar, ni cuándo debo tragar cuando como ¿Por qué le parece a la gente normal que le digan a una embarazada cómo tiene que parir? Si no cagamos tumbados, ni comemos tumbados ¿Por qué iba a ser una buena idea parir tumbadas? Y además ¿Es acaso asunto de alguien?
No sólo eso, el estilo de los miles de consejos que le llueven a una embarazada puede ser irritantemente paternalista. Como si el embarazo fuese una enfermedad y anulase el cerebro. Y yo diría que es al contrario. Pero la prioridad de la madre en ese momento no son los demás: es el bebé. Y firma lo que haga falta con tal de que salga bien parado. Por desgracia a menudo otros se aprovechan de ello.
Gracias a mis comadronas
Cuando me confirmaron el embarazo en el médico lo primero que me preguntaron fue ¿quieres tener a tu bebé en casa o en el hospital? Yo no me lo había planteado hasta entonces y no sabía que se pudiera elegir. Agradezco que existan los hospitales, pero para las emergencias. Así que contenta contesté que en casa. Me asignaron un equipo de comadronas dependientes del King’s College Hospital de Londres. Iban pasándose por casa cada cierto tiempo para ver cómo iba el embarazo, hacerme análisis, tomar un té, charlar, medirme y demás comprobaciones típicas. Y se iban turnando para que el día del parto no me tocase una desconocida. Yo con lo que me contaban y con lo que iba leyendo, me hice un plan de nacimiento en el que decía no a la episiotomía, no a la medicación innecesaria, que no me dijeran cuándo tenía que empujar ni me diesen órdenes de ningún tipo (¡en mi parto mando yo!), que me pusieran a mi hija encima justo después de nacer, que esperasen a que el cordón umbilical dejase de latir para cortarlo, y otras cosas que había investigado y que coincidían con lo que me decía mi instinto. Mis comadronas se quedaron felices con mi plan y yo también. Había leído y oído de amigas tantos horrores sobre partos hospitalarios y lo que ahora sé que se llama violencia obstétrica, que me sentía muy afortunada de estar acompañada en el proceso de un grupo de mujeres tan competentes y tan extraordinarias. Y de no tener que pelearme con el sistema.
En vez de epidural montamos una piscina hexagonal en la cocina. La recogimos de la casa anterior donde la habían usado, añadimos la parte nueva desinfectada que nos dieron las comadronas, y después del parto la llevamos a la casa donde tocaba por fecha el siguiente bebé.
Me contaron que cuando los partos en casa acababan en el hospital, no era normalmente por emergencias, sino porque la embarazada decidía que quería una epidural, que no se puede poner en casa. Y se iba en el coche o en un taxi al hospital, con las comadronas detrás. Más adelante leí en la prensa que el Reino Unido había declarado oficialmente el parto en casa como el más seguro.
Yo viví mi embarazo con normalidad, pero ahora sé que Oakwood, el grupo de comadronas que me tocó por casualidad, es una excepción, y que tuve una suerte tremenda. Sola no creo que hubiera podido resistir la tiranía de las expectativas. Les estaré eternamente agradecida.
Obras que he hecho inspiradas por el embarazo y la maternidad:

